Viajando por el desierto de Atacama: Copiapó, Tierra
Amarilla, Punta Batea, Paipote Elisa de Bordos y Los Loros, por esa estrecha
línea ferrea, en plena Pampa, primeramente debía tramitarse con las autoridades
los permisos correspondientes y obtenerse las facilidades para el público,
conseguirse una escuelita fiscal, lográndola sin costo alguno y bancas o sillas
indispensables para que se pudieran sentar los espectadores y aunque se
funcionó al aire libre, de todas maneras había que acondicionar a la gente,
guareciéndola del sol, que en esa zona,
es canicular.
Este pueblo
se caracteriza por sus viñedos y especialmente por su chicha, sabrosa y
curadora, que transforma a los lugareños
en seres dicharaderos y como público muy cordiales saludándose a la distancia y
a toda voz, por sus “motes” o sobrenombres comunes o
típicos en el norte del país,
cruzando, chuicos y choqueando botellas
o vasos con el consabido y estentóreo
grito de ¡salud! Floreados con chilenismos
y abrazos entre compadres a cada
rato convidándose el trago unos a otros.
Mientras realizábamos
nuestra rutina teatral se cruzaban “quiltros” por el escenario como siendo
parte del espectáculo, para ellos eso era completamente natural y a nadie le
llamaba la atención, mientras el mago hacía participar a un niño cualquiera y
con él hacía el número del ahorcado o sea que se iba a ahorcar a ese
muchachuelo, se oían los graznidos de
los patos circundantes, como si ellos fueran los sacrificados.
“Los Loros”,
que posiblemente, no cuenta con esa ave tropical debe su denominación
seguramente al animoso parloteo de los parroquianos de ese lugar incentivados
por su rica chicha de “Los Loros” que
hace “lorear” a todo el mundo.
Todos somos
“loros” el que lorea a alguien, el que se le suelta la lengua, al que mira: !“lorea”¡, se
le dice. Y en el mundo en conclusión
todos somos loros y si no, pregúntenle a
la lora.
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